Una mirada hacia el pasado reciente recuerda que la negativa que hoy parece intransigente e insuperable, pero no siempre fue así.

Corría el año 1968 y las tensiones raciales y la violencia política dominaban gran parte de la vida pública en Estados Unidos. El 2 de mayo, unos 30 hombres y mujeres del movimiento Panteras Negras irrumpieron en la sede del gobierno estatal de California, en Sacramento, con rifles y pistolas, mientras el entonces gobernador Ronald Reagan recorría el lugar con un grupo de niños.

«Llegó el momento de que el pueblo negro se arme contra el terror antes de que sea tarde», anunció desde las blancas escalinatas Bobby Seale, uno de los líderes de las Panteras Negras, tras denunciar la sistemática represión de las fuerzas de seguridad y el Estado en general contra la minoría afroestadounidense, a sólo cuatro años del fin del sistema legal de segregación entre blancos y negros.

Acto seguido, los hombres y mujeres armados entraron y recorrieron el edificio exhibiendo con orgullo sus armas.

No los pudieron arrestar ni procesar; portar y exhibir armas, recordaron los Panteras Negras, era un derecho establecido por la Segunda Enmienda de la Constitución de Estados Unidos.

«Siendo que una bien regulada milicia es necesaria para la seguridad de un Estado libre, el derecho de las personas a tener y cargar armas no será infringido», reza esta enmienda escrita en 1791, cuando el monopolio de la fuerza del incipiente Estado norteamericano era aún una aspiración.

Pese al evidente anclaje de esta enmienda a un momento histórico muy particular y volátil, políticos, activistas y periodistas han logrado mantenerla vigente a lo largo de siglos, forzando múltiples redefiniciones y recontextualizaciones.

En 1968, luego que los Panteras Negras desafiaran abiertamente el monopolio del poder estatal en Sacramento -y que incluso llegaran a crear patrullas de vigilantes armados para seguir a los patrulleros de la policía y, así, evitar detenciones injustificadas o abusos contra negros- un legislador republicano encabezó una cruzada para prohibir el uso de armas en las ciudades de California, uno de los bastiones de ese movimiento social.

«Nadie quiere afectar al cazador legítimo, pero tenemos que proteger a la sociedad de los locos con armas. La segunda enmienda habla de una milicia bien regulada, no habla de un ejército de diez soldados recolectores de latas, la mayoría de los cuales son en realidad personas perturbadas», explicó el legislador Don Mulford en una entrevista televisiva de la época.

La ley, que formalmente se conoció como la Ley Mulford pero que él bautizó como la Ley de las Panteras, contó con el apoyo de la bancada republicana, de la principal organización defensora de la tenencia de armas, la Asociación Nacional del Rifle (NRA) y del propio gobernador de California, la ex estrella del «western» hollywoodense y el hombre que se convertiría en el símbolo unificador de los conservadores, Reagan.

«No hay razón para que hoy en las calles un ciudadano deba llevar armas cargadas (…). Las armas son una manera ridícula de resolver los problemas que deben ser resueltos entre las personas de buena fe», explicó el gobernador en una conferencia de prensa antes de promulgar la ley que prohibió la tenencia y exhibición de armas en las ciudades de todo el estado de California.

«Esta ley no representará un problema para los ciudadanos honestos», destacó el hombre que 13 años después asumiría como presidente y un defensor acérrimo de la tenencia de armas.

En aquel momento, la NRA también apoyó esa ley que restringió dramáticamente el uso de armas en California, al igual que había apoyado y hasta impulsado otras limitaciones en los años 30 y 60, especialmente tras el asesinato del presidente John F. Kennedy en 1963 y los del líder del movimiento de derechos civiles, Marthin Luther King Jr, y el candidato presidencial Robert Kennedy, en 1968.

Durante esos años de violencia política y movilización social, la cúpula de la NRA respaldó las iniciativas parlamentarias para construir un «uso responsable» de las armas.

Sin embargo, en 1977, un motín dentro de la organización cambió la cúpula y habilitó el ascenso de una serie de autoridades con una visión mucho más conservadora y más agresiva en cuanto a su rol político en Washington.

Desde entonces, la NRA ha concentrado sus esfuerzos en ganarse el apoyo de la mayoría posible de congresistas y senadores, locales y federales, a fuerza de donaciones electorales para frenar cualquier medida de control en la compra-venta y la tenencia de armas.

Sin lugar a dudas, han sido exitosos.

Más de 1,5 millones de personas fallecieron en Estados Unidos por violencia armada desde 1968, una cifra superior a la suma de todos los muertos que cayeron en las guerras que peleó el país desde la llamada Guerra Revolucionaria contra el Reino Unido en 1775 hasta las conflictos en Afganistán e Irak, en los últimos años.