Por Ignacio Fidanza para La Política on Line

El triunfo de Milei recuerda a ese Menem del 89, que logró imponerse a una campaña del miedo similar a la que acaba de transitar el libertario. El presidente impensado, el que no estaba preparado, el mal rodeado, el poco profesional. Un comienzo tumultuoso, dos años de prueba y error, de crisis de gabinete, funcionarios extravagantes que volaban en medio de escándalos, devaluaciones, plan bonex y otras salvajadas, hasta que estabilizó con Cavallo en la economía y los celestes liderados por Bauzá, Corach y Ruckauf, en la política.

Ese es el escenario optimista que se le abre a Milei. Pero las diferencias son importantes. Menem tenía seis años de mandato y al peronismo atrás, con una cantera inagotable de políticos experimentados dispuestos a sumarse al poder. Tres años antes de la primera elección. Tiempo suficiente para ajustar, pagar costos y rebotar. Ahora son dos años. Por eso, los tiempos se acortan. Con un peronismo que sigue vivo y sólido. El resultado de Massa decepcionó por la diferencia, pero si se mira la serie histórica es consistente con el promedio de ese movimiento, que en esta presidencial tocó la parte baja seguramente por la inflación. Pero el peronismo parte rumbo a las legislativas del 2025 con un piso del 37% que puede escalar fuerte si en ese momento hay voto bronca por el ajuste.

Por eso, es razonable que Milei rechace el gradualismo. Porque asume sin stocks. No tiene dos años para perder, como hizo Macri, que igual después lo pagó, porque tuvo que ajustar sobre su reelección. Si no llega rebotando para el 2025 y sufre una derrota, los dos últimos años de su mandato pueden ser una pesadilla.

Sus primeras declaraciones como presidente electo fueron sensatas. No se puede levantar el cepo antes de desarmar la bomba de leliqs. Voy a privatizar YPF, pero después de que recupere un valor de mercado razonable. Pero cuando se acercó al nervio del ajuste reculó: las tarifas antes de aumentarlas, les voy a quitar impuestos para mejorar la ganancia de las empresas. Ya lo hizo María Eugenia Vidal y fue nada. Los impuestos son mínimos, las empresas no se equilibran ni recuperan rentabilidad con ese retoque.

Por eso, la tensión sobre la transición. Lo que se discute es quien se hace cargo de una primera devaluación que asoma inevitable y el ajuste de precios relativos claves, como el combustible. Milei pretende que sea el gobierno actual el que asuma ese costo y por eso demora la reunión con Alberto y la designación de su ministro de Economía, para que la realidad imponga el ajuste al actual gobierno. Massa no quiso ser el único en cargar con ese costo y empujó a Alberto a reaparecer en escena. Busca que ambos expliciten las medidas a tomar, en las tres semanas que quedan antes del cambio de gobierno. Los tres juegan a la mancha venenosa.

El slogan de Milei de prometer que el ajuste lo paga la política es eso, un slogan. Aún en el improbable caso que lograra vender los medios públicos, su impacto sobre el gasto del Estado es cercano a cero. El ajuste es devaluación, eliminación de subsidios y gasto previsional. El ajuste es más pobres y caída del poder adquisitivo. Los que festejaron en el Obelisco lo van a sufrir, pero si hay una hoja de ruta clara, pueden aguantar hasta que pegue la vuelta la economía. Milei tiene todo el derecho del mundo de pedir tiempo para elaborar su plan. Entre los que lo votaron hay esperanza, pero el tema es la paciencia. La duda es cuanto aguantarán los que imaginan una inmediata recomposición de sus ingresos vía la dolarización y una drástica reducción de impuestos.

En el medio, seguramente el gobierno haga lo que hacen todos los gobiernos no peronistas. Apostar a direccionar el malestar hacia los que se fueron, publicar los sueldos de La Cámpora, detener a algún sindicalista y cosas por el estilo. Es el repertorio habitual, que se puede combinar con gestos de austeridad, como vender el avión presidencial o eliminar autos y choferes. Aglutinar en contra funciona, un tiempo. Después, la gestión tienen que dar sus frutos y mejorar la vida de la gente.

Este es el escenario, digámosle así, optimista. Un gobierno de derecha que ordena la macroeconomía y consolida un nuevo orden político. Pero claro, tiene que lograrlo con la nueva camada libertaria recién llegada a la política grande, dirigentes aislados del PRO y la UCR y algunos sobrevivientes del menemismo. Una mezcla rara.

El otro rumbo posible es la trampa gradualista por restricción política. Milei asume el gobierno más débil desde la recuperación democrática. Sin gobernadores ni intendentes propios y con un puñado muy exiguo de legisladores. Una situación que ya ubicado en la Casa Rosada, puede convertir al piso sobre el que camina en agua. Una experiencia muy traumática, incluso para líderes experimentados como Duhalde.

Es una gran incógnita como procesará Milei la experiencia del poder. Por eso, los cuadros con mayor proyección política del PRO eludieron sumarse al gabinete. «Primero tenemos que conocernos», aclara uno de ellos, que es como decir, primero quiero ver a Milei en el poder.

Entonces, apenas asuma, Milei deberá afrontar decisiones complicadísimas, con gente con poca o ninguna experiencia de gestión y ex funcionarios que salvo algunas excepciones, vienen de fracasar con Macri. Es lo que hay.

El riesgo que se enrede, ya sea en la elaboración técnica del plan o en la viabilidad política de las medidas, que es lo mismo, está latente. Encontrar el punto de equilibrio no será sencillo, si de verdad intenta avanzar con los cambios que prometió. El recuerdo de López Murphy es elocuente. Se preparó toda la vida para un ajuste histórico que en su nihilismo liberal nunca pasó la puerta del despacho. Macri apostó a la viabilidad política y completó un mandato gris, como el mismo reconoce. No logró solucionar de raíz ninguno de los problemas de la economía argentina y acaso le sumó algunos más, como el regreso del endeudamiento externo.

Hay un fenómeno comprensible de tolerancia y hasta obsecuencia con el presidente electo. Todo lo que hace y dice es novedoso y brilla con una luz especial. El problema es que los argentinos son pasionales. Ese amor incondicional muta sin escalas a la decepción. Y de ahí al enojo. En el medio, está la política para aguantar.