Por Carlos Duclos

Era una mañana de domingo, allá por el año 1967, en un barrio de Rosario. Era invierno, como ahora, y en una zona no muy alejada del centro, una mujer que preparaba el almuerzo, casi gritando, le pide a su pequeño hijo, que andaba dando vueltas con la bici en la vereda: “Andá hasta lo de don José y traeme un kilo de harina Edu”. El chico, que no tendría más de 9 años y que por entonces podía aún andar tranquilo por las calles de Rosario, llegó al almacén y fue recibido por la sonrisa bonachona de don José, quien desde hacía más de 30 años vivía, junto con su familia, atendiendo su pequeño pero surtido negocio.

El pequeño comerciante de barrio le dio al chico el kilo de harina, le anotó en una libreta el valor que correspondía a lo que se llevaba, y de una vieja caramelera de vidrio sacó dos caramelos grandes de leche y se los regaló. Para aquel hombre, como para tantos otros pertenecientes a otro marco cultural, meter la mano en la caramelera y obsequiar golosinas a los chicos, era un rito sagrado, algo así como el rezar el Padrenuestro en la misa.

Contento, Edu salió del almacén barrial y en la esquina vino a dar con el hijo de don José quien sin más lo desafió: “A la tarde te juego a las figu”. El desafío tentó al delivery de harina y aceptando fue por más: ¡“Con las difíciles”!

Pero los pequeños comerciantes como don José y su familia, esos almaceneros de barrio o del centro que vivían de su trabajo, esas postales de barrio, fueron empujados con el tiempo hacia la nada, hacia la desesperación de cerrar sus puertas cuando aparecieron las grandes cadenas de supermercados que, con el pretexto de vender más barato desde un botón hasta una motocicleta, casi exterminaron a los pequeños comerciantes.

Como no hay nada oculto que no haya de ser manifestado, después se supo la verdad: nadie de estas cadenas hace milagros, a veces forman precio y en muchos casos son en parte responsables de la inflación histórica que vive el país desde hace años. Para ser justos, en parte y no todos.

Pero el consumidor argentino se acostumbró a estos mega negocios. Tal vez lo hizo sin pensar demasiado. Sin pensar en que todos los don José del país merecían la oportunidad de seguir viviendo de su pequeño emprendimiento familiar. Y no se trataba de suprimir a las grandes cadenas, de ningún modo, sino de adquirir cultura de compra, hacerla más justa y decir: también le voy a comprar a don José, ¿por qué no?

Cuando se pasa por un pequeño local cerrado que presenta al observador un frío cartel que dice “Se Alquila”, en realidad no se pasa frente a un local vacío, a un comercio que ha fracasado, se pasa frente a un sueño muerto, frente a un recurso para la vida caído. Se pasa frente a una economía en crisis.

Y todo este recuerdo, es para decir, en la última parte de la reflexión, que el cierre de las grandes cadenas de supermercados estos dos domingos que han pasado, con motivo del acatamiento a la ley de descanso dominical, tuvo también otra cara: permitió que se incrementaran las ventas en los pequeños negocios de los barrios, de la zona céntrica. Es decir, permitió que se avivara la esperanza de cientos de familias que, al no tener trabajo, han apostado al quiosco, al salón de venta, a la granjita o el minimercadito, como forma de obtener recursos para poder vivir.

Ningún supermercado, ciertamente, habrá de fundirse por cerrar un día domingo, pero sí es posible que muchas familias pertenecientes a pequeños comerciantes de toda la ciudad puedan mejorar un poco su situación debido al incremento de sus ventas. Y será algo justo, bueno y necesario.

De hecho el Centro Unión de Almaceneros informó que el domingo las ventas en los pequeños negocios aumentaron alrededor de un veinte por ciento, lo que significa en cifras unos diez millones de pesos. En buena hora.