Por Carlos Duclos

La muerte de Elie Wiesel es, sin dudas, la desaparición física del emblema de la generación de la noche y el día, de la muerte y la resurrección. La muerte de aquellos millones de inocentes que sólo por pertenecer a un pueblo, por sustentar un principio, una fe, o por ser diferentes, fueron llevados, parafraseando a Isaías, “como corderos al matadero”. Pero Wiesel, junto con figuras como Primo Levi o Viktor Frankl, fueron y son estandartes de la vida, de la esperanza. Son, siempre serán, el canto de aquellos que se quedaron sin voz.

Y entre esos enmudecidos para siempre por la crueldad, la locura, el mal, se fueron niños, mujeres, hombres, madres, padres, abuelos, humanos de todas las edades, de todas las condiciones, de diverso nivel intelectual, pero encontrados todos, ante la vista del Creador, en el mismo punto del amor. El amor, que no sabe de talento, de conocimiento, de clase social, de color de piel o de creencia religiosa o idea política.

Wiesel fue tras su salida de los campos de exterminio un buen periodista, un gran escritor que se negó en un principio a recordar con la palabra escrita el horror de la Shoá. Su sentimiento, lleno de humildad sincera, que se exteriorizaba diciendo que no estaba en condiciones de estructurar con palabras tanto horror, fue vencido finalmente por el compromiso con la vida. Y allí el genio alcanzó la plenitud.

“¿Pero hay esperanza? ¿Hay esperanza en el recuerdo? Tiene que haberla -diría más tarde-. Sin esperanza, el recuerdo sería morboso y estéril. Sin recuerdo, la esperanza estaría vacía de significado, y por sobre todo, vacía de gratitud”.

Se ha apagado la luz de la generación de la muerte y la resurrección, la llama que hizo palabras por aquellos quienes, como la genial escritora Irene Nemirovsky, se quedaron sin palabras en Auschwitz.

«¿Por qué estamos aquí? » Es la pregunta más importante a la que debe enfrentarse un ser humano -dijo- Creo que la vida tiene significado a pesar de las muertes sin sentido que he visto. La muerte no tiene sentido, la vida sí”.

Hoy, a pesar de tanto horror padecido, el mundo sigue como si nada hubiera sucedido. Se suceden las esclavitudes, las muertes violentas, las injusticias, las discriminaciones, los sojuzgamientos. Pulula la misma angustia de los campos, aunque disimulada.

Mas sin embargo y a pesar de eso, como dijo el defensor de los derechos del hombre y Premio Nobel fallecido ayer, quien vio morir frente a sus ojos a sus padres y hermana en los campos del horror, la vida tiene sentido, siempre tendrá sentido.

La reflexión se ilustra con una barraca del campo de Birkenau:

Birkenau

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