Por Florencia Vizzi

«‘Gringo, quédate tranquilo que no va a pasar nada. Llevate la piba y cuando la familia levante la denuncia, ya está, aquí no ha pasado nada’. Y así empezó el calvario, porque, ¿a quién le iba a pedir ayuda yo, en una comisaría tan corrupta?». María Eugenia tiene hoy 44 años pero, cuando escuchó esa frase, en un cuarto trasero de la comisaría 15ª, tenía sólo 19. Esa frase dibujó el primer eslabón de las cadenas que, durante 23 años, la mantuvieron sometida a los abusos físicos y psicológicos más atroces, e iba dirigida a su captor, Oscar Racco, a quien en estos días, la Justicia rosarina está juzga por privación ilegítima de la libertad, reducción a la servidumbre y abuso sexual con acceso carnal.

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Durante 23 años, María Eugenia fue privada de todo, hasta de su nombre. A golpes de puño y patadas fue sacada de su casa, permaneció años encadenada a una cama en un altillo, fue obligada a limpiar y servir, golpeada a diario y abusada sexualmente -a punta de pistola-, cientos de veces. Las cadenas que Racco le impuso no fueron sólo físicas, sino que cada uno de esos 8.280 días se ocupó de esclavizarla a fuerza de miedo, el miedo brutal de dañar a su hijo, a sus padres, amigos o familiares y de repetirle que se merecía todo eso por «mala y prostituta». Durante 23 años, María Eugenia se convenció que el horror que vivía a diario era la única forma de mantener a salvo a sus seres queridos. «Siempre pensé que yo me sacrificaba por ellos, para que no les pase nada, que ese era el precio que tenía que pagar», asegura en forma casi mecánica.

Principio del fin

Para todo el barrio, la joven que vivía con Oscar Racco en la casa de Santiago  3558 era Lucía Puccio. No iba sola a ningún lado, siempre era escoltada por él, y no hablaba con nadie. A diario se la veía barrer la vereda, sacar la basura, limpiar el cordón de la cuadra o el terreno, siempre bajo la mirada implacable del hombre que decía que era su pareja y que no la dejaba ni a sol ni a sombra.  Los vecinos no se involucraban, el hombre tenía la fama de ser muy violento, o al menos eso es lo que dijeron algunos pocos de los que se animaron a hablar con la entonces Policía de Investigaciones, cuando todo estalló y la fiscal Luciana Vallarella comenzó la investigación.

El 28 de abril de 2019, Racco mandó a María Eugenia a guardar los documentos de identidad de ambos, que habían sido usados para votar en las elecciones primarias, en una carpeta. Desde que estaba allí, nunca había tenido acceso a su DNI, siempre estuvo en poder de él y era la primera vez en tantos años que lo sostenía en sus manos.  Y, a pesar del terror que le cerraba la boca del estómago, la mujer tomó la decisión y lo escondió debajo de la plantilla de sus zapatillas.

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Dos semanas después, el 8 de mayo, el documento fue una de las pocas cosas que se llevó cuando logró escapar, junto a dos fotos de su hijo, una de las tantas cartas que su padre le había enviado y que le fueron negadas, 640 pesos destinados a hacer mandados y un teléfono celular.

«Ese día empezó con la rutina de todos los días, barrer la vereda de la casa y la de los vecinos, limpiar el terreno y barrer también el cordón. Salgo, junto todo y volvemos entrar. Pero un rato más tarde me dice que hay hojas otra vez y que hay que limpiar de nuevo». Pero, cuando estaban en eso, Racco se descompuso. «Entrá boluda que me cago», le dijo. Y en el apuro, olvidó cerrar los candados.

El pulso se le aceleró. «Me di cuenta de que era mi oportunidad pero tenía mucho miedo de que saliera justo cuando me estaba yendo. En ese momento, escucho que abre la ducha y entonces, hice el cálculo, porque como se rapaba barba y cabeza, demoraba mas o menos media hora. Me paré contra la pared del baño y entonces, escuché que golpeaba la maquinita de afeitar contra el lavatorio. Ese fue el empujoncito que faltaba». Tomó sus cosas, corrió hasta bulevar Seguí y, escondida detrás de un contenedor de basura, logró parar el taxi donde comenzó a despojarse de Lucía Puccio. Era el principio del fin.

El altillo donde estuvo cautiva María Eugenia -Foto: Celina Mutti Lovera/ Diario La Capital

Atento y amable

«Lo conocí entre el 24 y el 31 de diciembre del año 95. En ese momento yo tenía 18 años y él 35. Nunca había salido con alguien tan grande y, al principio, me parecía muy atento y amable. Supongo que lo veía así dentro de mi juventud, como un caballero que estaba todo el tiempo pendiente de mi, que me iba a buscar para que no tome colectivos o que se preocupaba de que llegara bien a mi casa», rememoró María Eugenia, cuando accedió a ser entrevistada por Diario Conclusión.

Pero duró muy poco. Con los meses, Racco comenzó a mostrar que esa amabilidad era la fachada del control y los celos excesivos. «Me fui dando cuenta de sus celos exagerados y de que, en realidad, toda esa atención no era más que un control permanente, saber donde estaba, con quién, a qué hora volvía y por qué había demorado cinco minutos más de la cuenta. Me llamaba por teléfono a toda hora y controlaba todos mis movimientos. Y después la cosa se tornó violenta».

En esa época, María Eugenia cumplió los 19 y su hijo, Facundo, festejó su segundo cumpleaños. Ella ya estaba intentando terminar la relación con Racco, pero la escalada de violencia iba en aumento. «Me empezó a extorsionar, me decía que tenía que contarle a mi papá historias que no eran ciertas, y me amenazaba con ir a mi casa a armar un escándalo. Era chica, no aguanté más la presión, traté de suicidarme y terminé internada. Esos días en el sanatorio no se despegó de al lado mío y con amenazas, me obligó a firmar el alta. Me llevaron a mi casa y quedé al cuidado de una tía. Y al día siguiente, me llamó por teléfono y empezó a decirme que estaba viniendo a mi casa para hablar con mi familia, que iba a contar mentiras sobre mi y armar un escándalo».

María Eugenia hace el racconto de ese día como si hubiera ocurrido hace pocas horas. «Yo salí de mi casa, en Sarmiento casi Centeno y corro hasta Doctor Riva para frenarlo, el venía en moto. Y en esa esquina, me agarra de los pelos y a patadas y a puñetes me lleva de vuelta hasta mi casa. Abre la puerta y entra y empieza a amenazar a toda mi familia, a mi tía le dice que los va a matar a todos, que le va a matar al hijo, y a todos los que encuentre. Era tal el terror, que la mujer que estaba limpiando en casa sacó a mi hijo y a los chicos que mi tía estaba cuidando por la terraza y los pasó a la casa del vecino. Mi mamá lloraba y le rogaba que se vaya, y mi hermana lo sacó y llamó a la policía».

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Pero la policía no hizo lo que María Eugenia y su familia esperaba. «Parte del terror que yo le tenía es porque creía que él conocía a todo el mundo, y que nadie me iba a ayudar porque siempre decía que tenía amigos en la Justicia y en todos lados», remarca.

Los policías que respondieron al llamado llegaron en dos móviles. Uno de los oficiales conocía a Racco desde que iban a la escuela y jugaban al fútbol asiduamente. El otro también lo saludó con familiaridad. Lo acompañaron a buscar la moto que había quedado tirada y después los llevaron a todos a la comisaría 15ª, incluidas la madre y la hermana de María Eugenia. Fue entonces cuando se dio la escena que abre esta nota y que terminó con Racco entregando dinero y un fichaje cruzado, es decir, pusieron las huellas dactilares de ella con el nombre de él, y viceversa. «Quedate tranquilo que hacemos así y esto queda en la nada. Pero asegurate que la familia levante la denuncia».

A la salida de la comisaría, Racco se llevó a la joven a su casa, de dónde sólo consiguió salir 23 años después.

La casa de la calle Santiago

«Por momentos pensaba que me estaba volviendo loca, que era el precio que tenía que pagar para que mi familia esté bien, porque él sabía a qué escuela iba mi hijo, donde trabajaba mi mamá, si le tocaba de mañana o de tarde, los lugares donde repartía mi papá, a qué hora iba a la facultad y en qué aula estaba, que lugares frecuentaba mi cuñado, los lugares de trabajo de mis amigos… tenía un control permanente de todo lo que hacía cada uno, y siempre pensé que me sacrificaba por ellos, para que no les pase nada. Hubo momentos en que deseé la muerte y hubo otros en que tenía la esperanza de que algún día me podría ir. Sobre todo, me mantuvieron viva los recuerdos. Siempre me aferré a eso, cuando estaba hecha mierda, pensaba en una fiesta familiar, en los cumpleaños, en el momento en que nació mi hijo. Revivía mis momentos de alegría, esa fue mi fortaleza, a pesar de lo que estaba viviendo, me aferraba a esas cosas lindas que había tenido en mi vida, y en la esperanza de poder, algún día, reencontrarme con ellos».

Hasta que ese día llegó, María Eugenia fue sometida a todo tipo de tormentos. Durante las primeras semanas, Racco se empeñó en que la familia levantara la denuncia, cosa que nunca hicieron. La obligaba a llamar por teléfono, a pedir por su papá y le escribía lo que tenía que decirle. «Y cuando llegábamos a los sentimientos y nos poníamos a llorar, cortaba la comunicación», recuerda.

No habrá palabras suficientes para describir lo vivido. Dos semanas después de llegar allí, le propinó una golpiza monumental, con patadas, puñetes y cintazos, le rapó la cabeza y le quemó la ropa. La obligó a ponerse una gorra con visera y algunas prendas de él y la convirtió en Lucía Puccio. «Imaginate el terror», dice María Eugenia. Pero es inimaginable.

Permaneció varios años encadenada a la cama e, increíblemente, era la madre del captor la que la llevaba al baño si él no estaba. «Tenía que hacer pis en un cesto de papeles. Después me dio un palo de escoba para que le golpeara el techo a la madre, entonces, no todos los días, sino cuando realmente necesitaba, la madre venía, abría la puerta, sacaba el candado y me dejaba ir al baño. Ella y el padre vivían abajo y sabían todo. Escuchaban los gritos y las palizas que me daba, me ha pegado delante de ellos. Sabían todo pero siempre fueron cómplices de su hijo». De hecho, el padre, Rafael Racco, fue imputado como partícipe necesario en junio de 2019, no así la madre que murió varios años antes.

Luego, cuando le soltaron las cadenas, siguió encerrada, en la habitación que compartía con Racco y que sólo tenía picaporte del lado de afuera. Sólo podía salir cuando él se lo permitía, para limpiar, cocinar, fregar, lavar los autos que él arreglaba y vendía, y todo tipo de trabajos. La obligaba a rezar de rodillas y pedir perdón por «lo puta que había sido» y muchas veces la obligaba a tener sexo con él mientras le ponía un arma  en la cabeza.

La tercera, la vencida

A pesar del miedo, María Eugenia pensaba con frecuencia en terminar con su calvario y en escapar. Y lo intentó dos veces. La primera fue durante una de las golpizas que solía darle Racco bajo el tanque de agua. Se tiró de la terraza, pensando que podía llegar hasta la puerta. Terminó internada en el Clemente Álvarez, donde tampoco pudo pedir ayuda porque su captor no se movió de la guardia y tenía relación con el policía del destacamento del hospital. La otra fue cuando tuvo que ir a firmar el divorcio con el padre de su hijo. Pidió ayuda a la abogada y al juez, y la dejaron salir por una puerta trasera de Tribunales. Logró huir pero él dio con ella y la obligó a volver.

Finalmente, ese 8 de mayo de 2019, mientras el mecánico se bañaba, alcanzó la calle, tomó un taxi, bajó en la estación de servicio de Italia y Pellegrini y, tratando de superar el pánico, pidió la guía telefónica y empezó a llamar a sus familiares y vecinos hasta que una tía la atendió y le dijo donde ir.

En el camino quedaron tantas cosas que ahora sólo queda rearmar pedazos. No pudo reencontrarse con su padre, ya fallecido, el que dejaba cartas en la casa de la calle Santiago con la esperanza de que las viera. Sólo una llegó a sus manos, por casualidad, revisando papeles a escondidas. La carta decía «salvate, y salvanos a nosotros» y es la que la acompañó en la huida que sí pudo concretar. Tampoco pudo ver crecer a su hijo, que es hoy un hombre de 27 años, ni acompañar a su madre en la dura enfermedad que tuvo que enfrentar.

La carta del papá de María Eugenia – Foto: Celina Mutti Lovera/ Diario La Capital

«Me falta ese último abrazo con mi papá, es uno de los dolores más grandes que tengo. Mi mamá tiene muchas secuelas de salud por todo lo que vivimos… Me fui con un nene de dos años y me encontré con un hombre de 25. Por suerte nunca supo lo que estaba pasando, y nunca me robaron el rol de madre. Siempre le dijeron que yo iba a volver y le iba a explicar por qué no estaba. Los recuerdos y lo vivido no me lo saca nadie», reconoce con dolor. «Pero lograría algo de paz si le dan la sentencia que corresponde», admite María Eugenia, con entereza.

«Entiendo que la Justicia tiene años por los cuales se juzga a una persona, por uno u otro delito, y que lo que pueden pedir para él son 18 años. Espero esos 18 años, ansío que sea una condena ejemplificadora. También tengo mis sentimientos encontrados, de que no me alcanzan 18 años, porque me robaron 23 años de mi vida, a mi, a mi familia y a mi hijo, pienso en como podría haber sido mi vida sino me encontraba con este loco, sino me lo cruzaba nunca, pero entiendo que no se vuelve el tiempo atrás, así que espero que se haga justicia».