Por Martín Rodríguez.

1: El nuevo Illia

Arturo Illia presidente sale de la casa de gobierno para leer el diario en un banco de la plaza de mayo. Ahhhh, el éxtasis republicano. ¿Fue verdad? No importa, será posverdad. Simplemente supongamos que a media mañana sale con el diario para leerlo en la plaza pública. Es una imagen escolar: frente a la casa de gobierno y frente al sillón presidencial aparece el sillón del ciudadano donde sentarse a leer. Illia leía el diario, se llenaba de polvo de ladrillo el pantalón, picoteaban las palomas a su lado, un ciudadano presidente mientras alrededor empezaba todo el mundo a calentar los motores de la guerra. Un hombre común que lee la prensa con la ceja levantada y saluda a las amas de casa y a las mucamas y a los jubilados y a los que venden garrapiñadas.

Se hicieron un picnic hace cincuenta años con el pobre Illia pero ahí está ahora: el mito de la honradez, la figura espléndida de los republicanos, un pasteurizado. Débil, viejo, maltratado, digno, pobre, sin mayorías. Más o menos como quieren que sean los políticos. En el amor corporativo a su figura se alumbra esa hilacha. Pensemos en Mariano Grondona: tardó décadas en pedirle perdón al hijo de Illia, porque tardó décadas su clase en perdonar a Illia (¿no fue acaso un presidente desafiante?). Bajaba a leer el diario a un banco de la plaza porque era como un jubilado, la suma de todas las debilidades que forman una «estatura moral». República = políticos débiles.

¿Y Alfonsín? Alfonsín es la figura en disputa. Algunos hechos recientes refrescan este homenaje «republicano», una figura también castrada. La estatua platense que acaba de ser inaugurada, en la que se lo ve cabizbajo, caminando en los jardines de Olivos, junto al presidente electo, Menem, que ya había puesto quinta y casi flotaba al lado de «Don Raúl». 1989. ¿Por qué ese Alfonsín de bronce? Porque para liberales y republicanos Alfonsín tiene dos condiciones: es un demócrata y es un derrotado (es un demócrata porque es un derrotado). No sólo derrotado por fuerzas reales (CGT, capitanes de la industria o Carapintadas), sino derrotado por la Historia: la estatua que no se animan a hacer es la «del otro», la de Menem, que fue el que consumó la democracia real porque consumó el otro consenso pendiente en los 80… el del capitalismo. ¿Por qué no hacen la estatua de Menem? ¿Por qué siempre celebran el otoño del patriarca demócrata? Porque celebran su derrota. Porque el porfiado gallego no se convenció nunca del todo de la solución capitalista para los problemas argentinos. Y fue débil, o sea, «democrático». Si bien para el delirio macartista de una parte de las clases altas, como escribió Charly Feiling en «El agua electrizada», Alfonsín era un presidente del ERP, al final se lo comieron crudo. Se fue antes. Reconoció como su mayor logro darle el poder al otro, que era otro presidente y de otro partido. Pero el tiempo hizo lo suyo. Y esa clase que lo condenó ahora escribe el adagio de un Alfonsín gandhiano, campechano, débil, más bueno que Lassie, que soportaba todo y negociaba todo: los paros generales, las agachadas peronistas, las sublevaciones militares. Es el nuevo Illia, «otro hombre que no entendimos a tiempo». En ese Alfonsín que se consagró «devolviendo el poder» se arma el Alfonsín de Cambiemos: radicales que aceptan las condiciones, su asimetría frente al poder del otro.

2: El pacificador

Se presentó estos días un buen documental en el Bafici del director Sergio Wolf («Esto no es un golpe»), en el que revisa los hechos de un momento sobre-interpretado y sub-narrado: la sublevación de Rico en la semana santa de 1987. Entre decenas de detalles de esa guerra intraestatal (la SIDE paralela, las trenzas de palacio, la noche que la Coordinadora pasó enfierrada adentro de la Casa Rosada), Wolf construye la parábola sobre la frase histórica: «La casa está en orden… y no hay sangre en la Argentina». Si la historia por izquierda se cargó a Alfonsín por aquellas «leyes del perdón» (la casa estaba en orden porque Alfonsín había negociado), Wolf cierra el círculo: Alfonsín evitó el derramamiento («no hay sangre en la Argentina»). Wolf reconstruye su antigua percepción de joven iluso que no «entendió» en su momento a Alfonsín y ahora sí. Una postal del documental es un elenco de la clase política (desde Jesús Rodríguez y Stubrin hasta Eduardo Amadeo y Carlos Grosso) entre la multitud agolpada en la puerta del Regimiento puteando a «los formidables guerreros en jeeps», como cantaban Los Redondos, una decena de militares que se mantuvieron por días despiertos a base de anfetas y que parecían siempre a un segundo de abrir fuego. Jesús Rodríguez aparece a grito pelado con un suéter escote en V puesto al revés tratando de que no se desmadren los militantes. 

Alfonsín negoció todo menos pagar su propio costo: comienza el derrumbe de su mito primaveral. La época entendió que Alfonsín cedió. Wolf es poco generoso sobre el apoyo incondicional que recibió del peronismo de primera línea (Cafiero y Ubaldini), y expone la caricatura que los testimonios de los militares no pueden evitar brindarnos. Rico vuelve a repetir que no quería hacer un golpe pero su gesta tenía una consecuencia miserable: mostrar que Alfonsín era el jefe de las fuerzas armadas al precio de no usarlas. ¿Y qué usó? La negociación política. ¿Y qué es una negociación política? El triunfo de las partes. Alfonsín articuló con la sublevación su vieja idea de la cadena de mandos de la represión (la obediencia debida ya estaba en el plexo de su propuesta en 1983, sólo que sí quería juzgar a las juntas, en una apuesta de valentía inmensa que los peronistas de entonces no quisieron jugar). Se terminaba definitivamente la luna de miel entre la izquierda social y Alfonsín. Al menos, por varias décadas. Pese a que quedó pegado a la Obediencia debida, se gestiona y se legisla «para siempre», pero se escribe en la arena: el tiempo borró esas leyes y escribió otras. La historia siempre continúa.

3: El Chicho

El kirchnerismo (sobre todo a partir del liderazgo de Cristina y su reciente alianza irrompible con Leopoldo Moureau) fueron contribuyendo a una relectura de Alfonsín por izquierda, un presidente peleado con las corporaciones, que buceó en las raíces peronistas y radicales para encontrar la fórmula ecuménica de una «nueva mayoría». ¿El primer trasnversal? Un Chicho Allende de Chascomús. El antecedente del kirchnerismo, es cierto, porque se trata de dos movimientos progresistas nacidos de las entrañas de partidos populares con fuertes contraseñas con las capas medias. El Alfonsín que se plantó con Reagan, la Iglesia, la Sociedad Rural. Help a él. Su vieja dialéctica de «democracia versus autoritarismo» se recuperaba en la de «democracia versus corporaciones» a partir de 2008, cuando acorralaron a Cristina entre el campo y Clarín. El relato de Moureau en la película de Wolf refuerza todo el tiempo esta línea: la toma de radio Mitre (la radio que sacaba al aire a Rico como si fuera el simple vocero de la «otra parte»), las movilizaciones, la custodia armada de la Casa Rosada.

Alfonsín creyó, e hizo creer a todos, que él era la democracia. El presidente y político de las negociaciones salvadoras. Negoció con los militares, fue en persona a negociar a Campo de Mayo, y pactó en Olivos la reforma constitucional y reelección de Menem. Era el hombre desgarrado que negociaba con los demonios y liberaba a la sociedad, a la izquierda social, de culpa y cargo. El kirchnerismo ayudó a reconstruir al Alfonsín de izquierda.

4: La cría del Proceso

Hubo otras versiones elaboradas por izquierda: Alfonsín significó la transformación de la Argentina de clases en la Argentina de ciudadanos. Alfonsín y los derechos humanos fueron algo así como la oscura consumación del propio «Proceso Militar». Esta mirada la patentó Rodolfo Fogwill y el imprescindible libro de Claudio Uriarte, «Almirante cero». El Proceso materialmente vencedor, ¿había sido culturalmente vencido? Para Fogwill y Uriarte en la caída del Proceso se desplegó su victoria: la dictadura resultaba la última experimentación sobre el cuerpo social argentino que desmilitarizaría por efecto de terror nuestra vida política. Fin de la lucha de clases, todos a recitar el Preámbulo. Tenemos el ensayo de Fogwill sobre el programa televisivo del Nunca Más que comienza con los gritos de una madre, que son los gritos de un parto, y el llanto del bebé. Lo que sonaba como una primera escena de tortura, en realidad era un parto. Fogwill advierte el inconsciente alfonsinista en ese montaje: la producción del relato del Terrorismo de Estado reciente que a la vez en su narración amplifica sus efectos de terror y revela una violencia «parturienta», «necesaria» para el «orden democrático». ¿El triunfo de Alfonsín volvía a separar el orden civil que habitaba dentro del orden militar, otorgándole una oportunidad de reconstrucción y continuidad a la clase dominante que había impulsado la dictadura y que negaba a reconocerse en el espejo de la faena represiva? Escribió impiadosamente Uriarte: «el interés que pudiera suscitar la izquierda provenía únicamente de ser uno de los objetos del ‘destape’, en un plano parecido al de la pornografía o las películas censuradas. Nadie soñaba con la lucha armada. Los restos de discurso izquierdista que subsistían, considerablemente ‘socialdemocratizados’ ya por la derrota y el exilio, eran crecientemente reabsorbidos por el discurso de los derechos humanos de Alfonsín…» 

Salteando una paleta de grises, unos aman el Alfonsín debilitado (por las corporaciones) y otros aman el Alfonsín débil, fundido en la ética de la responsabilidad. Elige tu propio Alfonsín. El homenaje a un político es también una continuación de la política. Quién duda que merezca el reconocimiento. Fue valiente porque fue audaz y fue valiente porque asumió sus costos. ¿Y los demás bustos, los demás presidentes? ¿Se puede elegir el propio Menem, el propio Kirchner? En la política todo puede parecer pragmático menos un presidente. Se puede ser un político pragmático, ¿se puede ser un presidente pragmático? La presidencia es «el último cambio» de un político. Alfonsín no volvió más de su socialdemocracia como Menem no volvió más de su giro liberal o como Néstor y Cristina no volvieron más de su populismo. La comisión de homenaje permanente a Alfonsín, que es la política argentina, debería empezar a dejarlo descansar en paz. ¿Se animarán los liberales y republicanos que descubrieron el último bronce a ponerle el busto a Menem? ¿Por qué no completan la foto de la caminata de Olivos cuando eligieron exactamente ese año: 1989? El 89 es el 83 de Cambiemos. El Alfonsín que deja el poder es el Alfonsín de Cambiemos. Y Menem es el padre no reconocido de la democracia. Y ser demócratas, como hacía y decía Alfonsín, es soportar la incomodidad.

Fuente: lapoliticaonline.com

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