La prohibición del burkini en algunas playas francesas ha desatado una ola de críticas en los países anglosajones, convencidos de que la exclusión de prendas de connotaciones religiosas es un freno a la integración.

«Absurdidad francesa», lanzó el editorialista David Aaronovitch en el diario The Times, por considerarlo propio de «mentes retorcidas» y foco de más problemas.

¿De verdad que vestir un burkini ofende más que entrever la «raya del trasero de una persona de mediana edad» que se sale de un bañador de corte clásico? se pregunta Remona Aly, de la organización británica Exploring Islam Foundation, que fomenta una mayor comprensión del islam.

Cruzarse en el Reino Unido con una mujer con velo integral en algunas ciudades o barrios poblados por muchos musulmanes es bastante común y no desencadena polémica.

El ejemplo más célebre de burkini en el país no lo ha protagonizado una musulmana, sino Nigella Lawson, una presentadora de la radiotelevisión británica que se puso uno en 2011 en una playa de Sídney para evitar el bronceado.

«El burkini me ha dado la libertad de nadar y de ir a la playa, sin la sensación de traicionar mis convicciones», declaró Aysha Ziauddin en la televisión pública.

«Es chocante que se pueda exigir a alguien que se destape o que se vaya», abundó Maryam Ouiles, en la BBC.

La discrepancia se debe a las diferencias culturales entre los dos países, entre la política de integración al estilo francés y el multiculturalismo británico, considera Sara Silvestri, de la City University de Londres.