Por Florencia Vizzi – 70/30

Lo Clásico: La naranja mecánica

Ficha técnica:

Título original: A clockwork orange. Dirección: Stanley Kubrick –Guión Stanley Kubrick- Anthony Burgess – Produción: Stanley Kubrick – Fotografía John Alcott – Música: Walter Carlos.

Reparto: Malcolm McDowell, Patrick Magee, Michael Bates, Warren Clarke, John Clive, Adrienne Corri, Carl Duering, Paul Farrell, Clive Francis, Michael Gover, Miriam Karlin, James Marcus, Aubrey Morris, Godfrey Quigley, Sheila Raynor, Madge Ryan, John Savident, Anthony Sharp, Philip Stone, Pauline Taylor, Margaret Tyzack.

Dios prefiere al hombre que elige hacer el mal, antes que al hombre que es obligado a hacer el bien”.

(Anthony Burgess)

En 1971, un ya conocido creador de obras maestras como Stanley Kubrick, volvía al ruedo con la inquietante adaptación de una de por sí inquietante obra literaria de Anthony Burgess, “La naranja mecánica”.

Kubrick es, sin duda, uno de los directores más insoslayables que el siglo XX ha dejado. Obsesivo, implacable, enigmático, controlador y un poco megalómano, ya antes de aquel año había dirigido obras claves como “Casta de malditos”, “Senderos de gloria”, “Lolita”, “Espartaco” y la icónica “2001, Odisea del Espacio”, había sido nominado a los más diversos premios (incluso a los Óscar) y se había alzado con una estatuilla por los efectos de su odisea espacial.

Absolutamente obsesionado con la perfección, Kubrick podía llegar a hacer 71 tomas de una misma escena hasta darse por satisfecho con el resultado y, aunque se ganó repetidamente el mote de autoritario por ese tipo de actitudes, muchos consideran que era, en realidad, víctima de la obsesión y meticulosidad autoimpuesta por su propio genio.

Los sellos distintivos de su obra están dados por una elaboradísima fotografía e iluminación y el uso de efectos especiales creados por él mismo (con un punto culmine en “2001”), la utilización de largos planos secuencia en los que la cámara no da respiro y uno parece moverse a su ritmo y un empleo único de la música que se constituía en un eje fundamental de sus películas.

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Cuando “La Naranja Mecánica” llegó a sus manos, Kubrick la abordó como lo que era: una distopía futurista que abordaba la violencia desde lo individual y lo colectivo y que plantea el profundo dilema moral, haciendo eje sobre el accionar de su personaje protagonista, unas veces victimario brutal y otras atormentada víctima, que vislumbra la doble vara de una sociedad que condena ciertas violencias y glorifica otras. Pero también le impuso su mirada sobre el poder y el maniqueísmo de la conducta humana y la dotó del impacto y espectacularidad visual que la vuelven inolvidable.

Como fue una constante en sus adaptaciones de obras literarias, (es legendario el enojo de Stephen King por su versión de “El resplandor”) Anthony Burguess también estuvo disconforme con el resultado. Sin embargo, “La naranja mecánica” de Kubrick es considerada una obra de culto imprescindible, superadora, para muchos, de la obra literaria, revulsiva y provocadora desde todo punto de vista y avanzada a su época, no sólo por la violencia explícita que aún hoy, más de 40 años después de su estreno, sigue resultando brutal e inquietante, sino por la construcción estética de cada una de sus escenas. El visionado de una de las películas más censuradas de la historia es abrumador, fascina y cautiva a la vez que repele.

Alex es un joven instruido, carismático, inteligente y con la suficiente sensibilidad para amar a Beethoven por sobre todas las cosas. Pero es también el ultraviolento y despótico líder de una pandilla que noche a noche asola las calles haciendo todo tipo de desmanes, desde atacar a golpes a un mendigo hasta violar a la mujer de un escritor que le abre las puertas de su casa.

Pero un día, los compañeros de su banda le tienden una trampa para librarse de él y Alex termina preso. Una vez allí, es sometido a un programa de “reeducación” del gobierno, que manipula su mente, lo doblega y lo convierte un ser “indefenso” para la sociedad, pero sin voluntad ni libre albedrío.

A medida que la película transcurre, uno comienza a sentir cierta empatía con el protagonista, a pesar de lo brutal de su comportamiento, y todo cambia cuando, ya en la cárcel, es torturado hora tras hora y obligado a ver, con pinzas en los ojos para que no pueda cerrarlos y la novena sinfonía de su amado Ludwig Van de fondo, para que luego la violencia le provoque rechazo, las más horrorosas escenas de guerras, muertes, campos de concentración nazis y la más profunda decadencia humana.

Alex sufre y está indefenso y la mano maestra de Kubrick y, por supuesto, la inigualable actuación de Malcom Macdowell, logran que ese sufrimiento se nos meta en el alma y nos erice la piel.

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Aquí es donde todos los papeles se invierten y el espectador queda librado a su suerte. Cuando Alex es considerado reformado y enviado de vuelta para reintegrarse a la sociedad, es atacado una y otra vez, sin la menor posibilidad de defenderse. Y es aquí también donde aparecen todas las preguntas: ¿la violencia es buena dependiendo de quien la ejerza? ¿El fin justifica los medios? ¿Es más importante el bien común de la sociedad que la libertad y el libre albedrío? ¿torturar está mal según quien sea el torturador y el torturado?

Es claro que podrían sumarse muchos otros interrogantes a esa lista porque, en definitiva, el eje está puesto en los límites morales de una sociedad en decadencia. Pero La Naranja Mecánica es también perfección y ritmo, es visualmente hipnótica, las sombras largas de los personajes dibujándose en las calles, el gran angular y la cámara en permanente movimiento, el diseño de la escenografía, el uso de los colores y la composición de cada una de las escenas. A esto se suma el efecto de una banda sonora que es tan importante como su protagonista, ya que la obra no sería lo que es sin esas piezas musicales orquestando la cadencia impresa en el montaje.

Eso es lo que, en definitiva, terminó convirtiéndola en un clásico: la intensidad visual que deslumbra y bajo esa superficie, un dilema moral que probablemente nunca tenga respuesta porque difícilmente haya respuestas para la condición humana.

Moderno: El ángel

Ficha Técnica

Dirección: Luis Ortega – Producción: Argentina/España – Reparto: Lorenzo Ferro, Chino Darín, Peter Lanzani, Daniel Fanego, Mercedes Morán, Luis Gnecco, Cecilia Roth, William Prociuk y Malena Villa. Guión: Sergio Olguín, Luis Ortega y Rodolfo Palacios- Duración: 117 minutos.

¿Acaso la gente está loca? ¿No quiere ser libre?… el joven que reflexiona sobre estas cuestiones es hermoso, con una belleza casi angelical, a pesar de los labios sensuales que desentonan con su rostro inocente. Tiene abundantes rizos rubios, una sonrisa celestial y la genuina despreocupación de quien nada debe a nadie. Así, con ese aire ingenuo y despreocupado, irrumpe en una casa bastante lujosa, se sirve un whisky y lo saborea mientras la recorre, y ya en la sala principal, pone en marcha el tocadiscos. “El extraño de pelo largo” comienza a sonar a todo volumen y el chico baila, casi extasiado al ritmo de La Joven Guardia.

Con esta escena, a todas luces tarantinesca, Luis Ortega abre su séptima película, quizá la mejor narrada y la más sólida de toda su carrera: “El Ángel”. No será ese el único momento que remita a Tarantino, pero no por truculencia o violencia desmedida, sino más bien por ciertos detalles estilísticos y el protagonismo absoluto de una banda sonora elegida al dedillo.

Carlos Robledo Puch, el “ángel negro” o “ángel de la muerte” es un famoso asesino en serie argentino que, en 1972 y con tan sólo 20 años, fue condenado a prisión perpetua por unos 12 homicidios y algunos otros crímenes. Aún continúa cumpliendo su condena, a pesar de sus intentos por recuperar la libertad o conseguir prisión domiciliaria.

Con esos cimientos, Ortega construyó “El Ángel”, una película redonda, contundente y sin medias tintas. La apuesta del director es clara desde el vamos: sigue el derrotero de su personaje y busca retratarlo desde su propia mirada, pero sin juzgarlo ni sentarlo en el banquillo de los acusados o rebuscar en moralejas aleccionadoras. No se trata de hablar de culpa, o de causas, o de hacer un ensayo sobre un criminal.

Ortega ha elegido contar la evolución del personaje (ficcional, como ha remarcado en varias entrevistas) y para ello ha tomado algunos ejes sobre los que se desliza bastante audazmente la historia: la propia personalidad de Carlos Robledo Puch y su evolución de adolescente algo transgresor a asesino a sangre fría; su relación con Ramón, su compañero de fechorías y a la vez, su objeto de deseo; la sexualidad acuciante y reprimida del protagonista y los crímenes cuya violencia van in crescendo a medida que el personaje evoluciona.

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Sin embargo, es importante destacar que esos crímenes son una parte más del relato. Son imposibles de soslayar, pero el film no descansa sobre ellos. El condimento policial está presente, pero lo justo y necesario. Los robos, las armas, los disparos, los muertos, son sólo una pequeña parte de esta historia. Porque está claro que sobre lo que Ortega trabajó y eligió contar fue el camino que recorrió Puch hasta convertirse en un criminal despiadado, las relaciones que construyó en ese andar y cómo influyeron en el desenlace.

Eso se evidencia, por ejemplo, en el protagonismo que cobra su relación con Ramón, un impecable Ricardo «Chino» Darín. La amistad entre Ramón y Carlos es el puntapié inicial, empieza a las trompadas y se convierte en una especie de amor fallido que sólo funciona cuanto más se reprime. Y también en el devenir de las otras relaciones, los padres de Ramón, las novias gemelas, los desdibujados vínculos con su propia familia.

Es todo un mérito de Ortega haber conseguido que el espectador se identifique con el protagonista. Y por supuesto, también es mérito de la interpretación del debutante Lorenzo Ferro, que logró construir un personaje atractivo e hipnótico, que oscila entre un tipo de inocencia casi infantil y una perversidad algo seductora, sin culpas, ni cuestionamientos, ni batalla entre el bien y el mal.

Los otros aciertos de “El Ángel” están en el tratamiento estético, el impecable trabajo de fotografía, responsabilidad de Julián Azpeteguia, una detallista reconstrucción de época, un reparto de lujo, que incluye a Mercedes Morán, Daniel Fanego y Cecilia Roth y su banda sonora.

Ortega no sólo seleccionó cuidadosamente el «playlist» que acompaña armónicamente cada escena, en la que suenan, además de La Joven Guardia, Leonardo Favio, Pappo y Billy Bond, entre otros, sino que se permite un guiño a su padre. Ramón sueña con actuar y ser famoso, y consigue una fugaz actuación en un programa de televisión en la cual interpreta “Corazón contento”, un hit de Palito Ortega de aquellos años.

“El Ángel” tiene también un guiño oculto, sólo para entendidos y fanáticos del género. Se trata de un cameo de Ricardo «Patán» Ragendorfer, escritor y periodista especializado en casos policiales cuyo nombre, de por sí, ya es una leyenda.

Por último, un aplauso aparte y de pie para la forma en que Ortega eligió cerrar su película. Probablemente las posibilidades eran muchas, sin embargo, el director cierra un círculo y logra, con esa escena final, una metáfora casi perfecta para la transformación de su personaje, tan parecida a la inocencia y desparpajo del comienzo y sin embargo, tanto más decadente y monstruosa, el contraste de ambas casas, de ambas danzas y de todo lo aberrante que se esconde detrás de esa puerta.

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