por Diego Fusaro

La posmodernidad trae consigo un nuevo orden, un «imperio de lo efímero» caracterizado por ataques a los salarios y a los derechos laborales conquistados. En este escenario, que se ha venido configurando desde 1989, los cambios en la economía global han llevado a la degradación de los sistemas de salud, seguridad social, educación y pensiones, socavando lo que se había logrado con tanto esfuerzo por los movimientos obreros.

Este ataque se manifiesta a través de políticas de privatización y liberalización de la competitividad. La economía se ha transformado, y se ve marcada por una segmentación del empleo que sólo beneficia al capital y a su clase de referencia. En este nuevo marco laboral, vemos despidos económicos, contratos temporales y trabajos mal pagados, dejando a los trabajadores en una posición de vulnerabilidad.

Las relaciones laborales están en proceso de fragmentación, produciendo desigualdades en las condiciones de trabajo, en las oportunidades de promoción y crecimiento profesional, en los niveles de protección y en el reconocimiento de derechos. Esta dinámica se inscribe en un proceso más amplio de erosión de derechos y de colonización de conciencias, que está en consonancia con la lógica de un conflicto de clases unilateralmente manejado por los dominantes.

Este fenómeno no es nuevo. En el año 2000, millones de personas se movilizaron en Roma para protestar contra la derogación del artículo 18 que protegía los derechos laborales. Sin embargo, en 2012, su supresión se completó con éxito. Con el debilitamiento del Estatuto de los Trabajadores, el control sobre los contratos de trabajo ha pasado a las manos de las empresas y del nuevo «señor posburgués».

La lógica del mercado, en nombre de la competencia incondicional y la competitividad liberalizadora, está impulsando este nuevo orden. Quienes se adaptan a esta lógica y ceden la mayor cantidad de derechos y de tiempo de vida son quienes triunfan, mientras que los que no se adaptan son despedidos, destinados a engrosar las filas de los desempleados.

La competencia, lejos de ser neutral, beneficia exclusivamente al mercado libre y a su clase dominante. Aceptar esta regla implica conceder a la élite la licencia para dominar sin oposición, explotando el trabajo flexible y precario, liberado de las protecciones sociales garantizadas por el Estado.

La globalización del mercado ha llevado no solo a una desregulación, sino también a un gran proyecto de «re-regulación», con el objetivo de establecer nuevas reglas funcionales a la precariedad del trabajo y proteger los intereses de los poderosos. Esta desregulación y re-regulación buscan beneficiar a la oligarquía financiera a expensas de los trabajadores.

El capital, aprovechando el ritmo de la globalización, ha logrado recuperar lo que perdió frente a los conflictos laborales y la resistencia del trabajador. Se pretende deshacer los logros de la lucha obrera, como los derechos sociales y laborales, y los dictados de la Constitución