Misión cumplida. Rucci en su hora más gloriosa, junto a Perón en el primer regreso después del exilio. Noviembre 1972// Imagen: Cedoc. 

 

Por Facundo Díaz D’Alessandro

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El 25 de septiembre de 1973, José Ignacio Rucci se preparaba para retirarse de la casa prestada que habitaba en Avellaneda y Nazca, Capital Federal, a la cual había acudido a dormir después de varias semanas. En esos meses, prácticamente vivía en la sede Azopardo de la Confederación General del Trabajo (CGT), donde en el último piso había improvisado una habitación.

En el momento en que “Coca”, su esposa, se disponía a acompañarlo hasta la puerta para despedirlo, sonó el teléfono; no podía colgar. Rucci saludó y siguió camino hacia los dos autos de su custodia que lo esperaban para llevarlo a un canal de televisión. En ese preciso momento, Juan Domingo Perón permanecía en la residencia de Olivos. Hacía dos días que había sido electo presidente de los argentinos por tercera vez, casi con el 62% de los votos. Volvía al poder después de 17 años, peronistas y no peronistas depositaban en él quizás la última esperanza de pacificar un país con un PBI per cápita, niveles de empleo y distribución de la renta productiva que hoy sonarían utópicas.

El secretario general de la CGT atravesó el pasillo que lo separaba de la calle, cometió la imprudencia de salir primero y entró al auto. Se produjo una explosión (bomba de humo arrojada desde un departamento contiguo a la casa, en venta) que hizo añicos el parabrisas de uno de los autos. Rucci volvió sobre sus pasos y se abrió la puerta del infierno. Los asesinos, desde la casa en venta, comenzaron a disparar con armas largas (FAL, ametralladoras y escopetas Itaka). El primer impacto le atravesó la yugular produciéndole la muerte. Quedó de espaldas y recibió una lluvia de balas que lo hicieron caer boca arriba, sobre la vereda. Con evidente saña, siguieron tirándole al cadáver. En la autopsia se comprobó que había recibido 23 disparos.

Era el hombre del sindicalismo (conducía la CGT desde 1970) que más había hecho por el regreso de Perón, quebrando incluso las dudas iniciales de su propio sector.

El lunes 24 de septiembre, un día despúes de la victoria electoral, el secretario general había recibido en la CGT una llamada por parte de Perón indicándole que debía concurrir de urgencia a hablar con él durante la mañana. Allí, le dijo:

– Rucci, yo no puedo empezar una nueva gestión con este Consejo Directivo de la CGT. Le ruego solicite la renuncia de todos, incluida la suya. No puedo iniciar una gestión con dirigentes desprestigiados. A usted lo voy a reivindicar, pero a los otros no.

– General, mi renuncia ya la tiene, voy por las otras- respondió Rucci.

Era el hombre del sindicalismo (conducía la CGT desde 1970) que más había hecho por el regreso de Perón, quebrando incluso las dudas iniciales de su propio sector. A diferencia de su antecesor Vandor, también metalúrgico, quien aspiró a un proyecto sindical autónomo y fue ultimado en 1969, Rucci era un cultor del “peronismo con Perón”. Era un dirigente al que el líder, desde el exilio, consideraba clave para subordinar las estructuras sindicales bajo su conducción en un futuro gobierno. Ese tiempo había llegado. Pero dos días después del triunfo electoral de Perón, Rucci estaba muerto.

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Hijo de segunda generación de inmigrantes, el caso de José Ignacio Rucci es el típico ejemplo de transformación que se daba en la Argentina de las primeras décadas del siglo XX: del campo a la ciudad, de campesino a obrero industrial. Alcanzó los más altos planos del sindicalismo argentino y, en parte gracias al peronismo, pudo convertirse en elemento central en la lucha por el poder.

Se crio en un hogar de italianos de Alcorta, no en la miseria pero con algo más que austeridad, en la provincia de Santa Fe. Durante el gobierno de Irigoyen, poco antes de su nacimiento, los chacareros del pueblo se habían rebelado. Se fue antes de cumplir 20 años, la economía agraria tradicional estaba agotada y no había tierra ni trabajo ni porvenir para los jóvenes crecidos en la Década Infame.

Una ruptura familiar empujó a Rucci hacia Rosario –trabajó circunstancialmente en Swift, también como verdulero y chocolatinero, e incluso algunos dicen que llegó a probarse en el Club Central Córdoba- antes de partir rumbo a Buenos Aires, a bordo de un camión de Diario El Mundo a inicios de la década del 40. Era pleno invierno y llegó temblando de frío, mientras los diarios de la capital hablaban de un coronel que desde la secretaria de Trabajo y Previsión se erigía como el hombre más importante del gobierno de entonces.

El 17 de octubre de 1945, lo sorprendió como un obrero más en Plaza de Mayo. En el relato de su mujer Coca, ese día Rucci fue uno de los tantos que puso los pies en la fuente. La carrera gremial comenzó recién en 1947 (ya trabajaba en Ubertini) como delegado. Al producirse el golpe de 1955 estaba en Catita, donde aprendió todo lo necesario para ser dirigente metalúrgico (y donde nace el dirigente sindical). Estuvo preso unos meses en la cárcel de Santa Rosa. Cuando otros caciques del peronismo desertaron, fue uno de los jóvenes delegados con los que John William Cooke organizó la resistencia. En un informe posterior a Perón, Cooke narró la impresión que había causado Rucci en una reunión con el Episcopado, que buscaba recomponer el vínculo herido con la Iglesia tras la “Revolución Libertadora” (Golpe de Estado de 1955), al advertir que el peronismo era la única barrera contra la conversión de los trabajadores al comunismo.

En 1956 participó en el Congreso normalizador de la CGT que le negó al gobierno de facto el contar con una central adicta, y en la fundación de las 62 Organizaciones. Tres años después volvió a la cárcel, cuando los metalúrgicos se solidarizaron con los obreros del frigorífico Lisandro de la Torre que el gobierno de Frondizi ordenó desalojar por el Ejército. Reelecto varias veces como secretario de prensa de la UOM Capital, fue adscripto de Vandor en el Secretariado Nacional, interventor en la importante seccional de San Nicolás, y en 1970 fue el primer metalúrgico en alcanzar el cargo más alto del movimiento obrero argentino. Sin estructura real, su ascenso dentro el sindicalismo, a la par que esta “columna vertebral” tomaba relevancia como actor de poder, se debía exclusivamente al aval máximo que le otorgaba (su lealtad a) Perón.

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Si bien es posible que el plan haya sido concebido fuera de la Argentina, en lo que respecta a las organizaciones guerrilleras el atentado contra Rucci se decidió poco después de la masacre de Ezeiza. Aquel día, 20 de junio de 1973, la débil convivencia política entre la izquierda y la ortodoxia justicialista, a través de las que Perón pudo organizar su regreso, terminó de romperse.

En ese momento empezó la tarea de inteligencia para matarlo. Según narraron algunos militantes guerrilleros, habían sido señalados Rucci y López Rega para ser liquidados. Raramente (o no), sólo uno cayó.

Las vísperas del retorno fueron de una tensa expectativa. Rucci formaba parte, junto a Lorenzo Miguel, Abal Medina, Norma Kennedy y Jorge Osinde -ex militar y oficial de inteligencia entre 1943 y 1955-, de la comisión encargada de organizar la llegada de Perón, un sueño en el que el santafesino, a diferencia de muchos de sus camaradas, nunca dejó de creer. Y trabajó para eso. No obstante, del operativo se habían apropiado Osinde y su gente. Rucci colaboró, y si bien había avalado y hasta quizás fortalecido grupos de choque cuya formación lo precedía, no tenía dentro de la CGT elementos propios, ni económicos ni humanos, para suministrar a la seguridad del acto. Sin embargo, algunos de sus custodios, cuadros de la UOM, tuvieron un protagonismo importante y han sido señalados como parte de la represión desde los palcos y otras áreas en aquella tarde fatídica.

Llevados por su fervor ideológico (algo mucho más presente en la vida social y política entonces que ahora) y en algunos casos por la soberbia, los Montoneros no repararon en que la orden de “movilizar y organizar en la calle” -que desplegaban en ese tiempo- se tornaba algo incongruente si se tiene en cuenta que ahora existía un gobierno popular y no de facto. Lo desgastaban o permitían que, muy fácilmente, se lo desgaste.

Por otra parte, si dentro de la “derecha peronista” había un sector delincuencial al que no le importaban las ideas sino hacerse de espacios a los tiros, es sorprendente que los Montoneros fueran a recibir a Perón sólo con armas cortas. ¿La conducción nacional no trató este tema? ¿Es como explica Horacio Verbitsky en su emblemático libro sobre Ezeiza, que confiaban exclusivamente en la movilización multitudinaria para impresionar al líder y no pensaron nada más? ¿Un experto en descifrar claves del enemigo como Rodolfo Walsh, no pudo convencerlos para neutralizar lo que se preparaba? ¿Por qué el gobierno de Cámpora tampoco intentó evitarlo? Interrogantes válidos que se plantea Luis Fernando Beraza en su excelente biografía sobre el personaje de Alcorta.

columnas en Ezeiza.


Aquel 20 de junio Rucci permaneció en la CGT. Por la noche se entrevistó con Lorenzo Miguel (histórico líder de la UOM) y, según testigos presenciales, hubo una fortísima discusión, a raíz de reproches del santafesino por haber llevado armas largas al acto. Luego de Ezeiza, Rucci hizo declaraciones televisivas en las se cree que intentó explicar que llevar armas a un acto de esa magnitud era lógico en términos de seguridad. Fue interpretado como una justificación de la masacre. En ese mismo momento comenzaría la tarea de inteligencia para matarlo.

Estas interpretaciones, siempre antojadizas sobre dichos de Rucci u otros hombres o acciones del sindicalismo, provenían no sólo de sectores de izquierdas sino coincidentemente con lo que se considera el establishment mediático. Esto puede advertirse con claridad en documentos históricos de enorme valor como el televisado debate Tosco – Rucci (que está en YouTube).

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Mientras cierta campaña lo tildaba de burócrata y millonario a costa de los obreros, su vida transcurría de un lado para otro con los guardaespaldas en el Torino de la CGT, viviendo en un clima de soledad y zozobra constante.

Por esos días, dijo: “Sería una tontería decir que no me preocupa que me maten. Pero de ahí no pasa. Yo tengo una obligación que me impide poder detenerme…tampoco he sacado diploma de cobarde…tengo un solo temor: no ver las caras de mis asesinos.”

Es probablemente quien más expresaba la doctrina justicialista y un posible heredero de Perón, en un anhelo que aún no se ha concretado: que un hombre o mujer de origen obrero conduzca los destinos de la Patria y el Movimiento. También se truncó la postergada unidad nacional. 

El 25 de septiembre de 1973, cuando el sol marcaba el mediodía del barrio porteño de Flores, ejecutó la llamada Operación Traviata. Esa nominación alude en forma cínica a la cantidad de agujeros en las famosas galletitas. Su asesinato pareció planificado con precisión militar. Rucci salía de su casa rumbo a Canal 13, donde grabaría un mensaje al país tras el triunfo electoral peronista. Iba a decir: “Sólo por ignorancia o por mala fe se puede apelar a la violencia, a veces rayana en lo criminal, en un clima de amplias libertades”.

José Ignacio Rucci y otros dirigentes, cuando el jefe de la CGT comió un asado junto al popular campeón de box, Muhammad Ali.


Era, a ese momento, quizás quien más expresaba la doctrina justicialista clásica y un posible heredero de Perón, parte de un anhelo que aún no se ha concretado: que un hombre o mujer de origen obrero conduzca los destinos de la Patria y el Movimiento. También se truncó la postergada unidad nacional (con el radicalismo), que Perón buscó hasta su muerte, menos de un año después. Según narraron algunos militantes guerrilleros, habían sido señalados Rucci y López Rega para ser liquidados. Raramente (o no), sólo uno cayó.

Referentes de la Resistencia peronista como Fermín Chávez o Jorge Rulli, han auscultado otra teoría, difícil de comprobar y reiteradamente desmentida por actores de la época. Indica que el Ejército les “regaló” a los montoneros el cadáver del general Pedro Eugenio Aramburu con el que se hicieron famosos y que, con el cadáver Rucci, éstos “pagaron” el favor que habían recibido en su momento.

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Algún tiempo atrás, en medio de disputas ideológicas, había dicho: “Nuestra filosofía política se denomina sencillamente peronismo y cuando hablamos de peronismo marcamos aquella línea que nos legaran nuestros mayores. En sentido nacional y rechazo a toda contaminación extranjerizante que pretenda anidarse en el espíritu de los argentinos”.

Ese martes 25 de septiembre de 1973, al enterarse de que habían asesinado a José Ignacio Rucci, Perón prorrumpió en un llanto silencioso. Se vio por primera vez llorar en público al viejo general.

El líder del peronismo, que había vuelto a la Argentina el 20 de junio, fue al velatorio del jefe de la CGT y confió en voz baja y entrecortada a Nélida Vaglio, repentina viuda: “Me mataron a un hijo”. Al irse, dijo a la prensa: “… estos balazos fueron para mí…”.

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Uno de los mayores problemas epocales era la imposible fusión de los proyectos. Una vez triunfante el peronismo en las elecciones del 11 de marzo, muchos jóvenes peronistas (y otros no tanto), la mayoría no asimilados ideológicamente al movimiento, suponían que estaban dadas las condiciones revolucionarias para concretar “la patria socialista”, una entelequia de la que nadie conocía sus alcances y viabilidad real. Así, en los primeros momentos del gobierno de Cámpora, creían ser la vanguardia de una revolución en marcha.

Esto tenía un fuerte contrapeso: la experiencia de la clase obrera argentina, la cual en su gran mayoría se había levantado a partir de 1955, no para hacer una revolución socialista y arrebatarle el poder a la burguesía, sino para reafirmar su identidad peronista y recuperar las conquistas cejadas por gobiernos antiperonistas de ese período. Querían a Perón y Evita, buenos sueldos, obra social, beneficios sociales, todo lo cual les era dado por muchos de esos sindicalistas denostados por la izquierda peronista.

Empantanados en esta encerrona ideológica, se toparon con que Perón buscaba apoyarse en un proyecto de pacto social y pretendía que ellos se adecuaran a esa estrategia. Por razones tácticas, la conducción montonera inventó la teoría del cerco según la cual esa “burocracia traidora” se había apropiado de la voluntad del líder. Hombres como Verbitsky o Walsh, entre otros, creían que la fidelidad era al proyecto revolucionario y no a Perón. Eso los diferenciaba en forma cabal, por ejemplo, de Rucci.

Lo que no entendieron (o lo hicieron perfectamente) quienes idearon el crimen, fue que desatarían, primero dentro del movimiento y luego en toda la sociedad, una guerra civil. Más luego faltaría lo peor, la orgía de sangre del terrorismo de Estado (y el metatástico plan económico de Martínez de Hoz).

Perón consternado en el funeral de Rucci. A días de ser elegido nuevamente presidente tras 17 años, le arrebataban la alegría y con ella quizás la última ilusión del pueblo.

Rucci no era un dirigente más. Era el elegido por Perón para llevar adelante una política de concertación económica y social que buscaba encaminar al país hacia una nueva época. El cruel y vil asesinato es uno de los hechos más significativos de la historia argentina en la segunda parte del siglo XX. Como decía el autor Julián Licastro: “Rucci, al igual que Facundo Quiroga en el siglo anterior, fue uno de los mártires de la unidad”… por lo demás, algo imposible de realizar en nuestro país.

 

Edición: Guido Brunet

 

*Texto en base a: Argentina. Un siglo de violencia política. Marcelo Larraquy (Sudamericana); Ezeiza. Horacio Verbitsky (Contrapunto); José Ignacio Rucci. Luis Fernando Beraza (B de Bolsillo).