Por Natalia Caneva*

En el mundo de las democracias liberales, el voto es el acto más frecuente –y a veces el único- de participación política de los ciudadanos, midiendo la estabilidad democrática a partir de la convocatoria a electores cada cuatro o cinco años. Como dice Pasquino: “Si no se vota libremente, no hay democracia”, empero, ello no significa que allí donde se vote, haya democracia. En este sentido y desde hace algunos años, el proceso electoral en Bielorrusia se ha teñido de desconfianza ciudadana y denuncias internacionales, siendo hoy el origen de las manifestaciones.

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Lo que se escucha en las calles

Las voces ciudadanas demandan por un respeto a las instituciones y procesos políticos, es decir, que las elecciones sean libres, competitivas, significativas y que la oposición pueda ejercer su derecho a la libertad de expresión, organización, representación y acceso a las posiciones de poder. Siguiendo la alegoría de Steven Levitsky, piden que la cancha de juego esté equilibrada entre los dos equipos y no desnivelada a favor del oficialismo. Por tanto, no se trata de un cambio total de las reglas de juego -como describe Huntington-, donde se transforman los valores y mitos dominantes en la sociedad, su estructura social, sus dirigentes o mismo la orientación política del gobierno, sino que se habla de un cambio limitado, sin romper con el orden anterior.

El deseo de renovar la élite política no necesariamente proviene de un rechazo hacia las políticas domésticas de Lukashenko, sino hacia su método de ganar elecciones, impidiendo una transición hacia otros centros de poder cuando era necesario. Es una crítica de forma más que de fondo.

El proceso de cambio político bielorruso comenzó y muy difícilmente Lukashenko logre mantener el statu-quo que construyó durante 26 años.

Además de los artilugios de Lukashenko, debemos considerar el recambio generacional de la sociedad post-soviética. Aquellos que nacieron luego de la caída de la URSS, no sólo no tienen la herencia roja como elemento constitutivo de su identidad, sino que vivieron toda su vida bajo el mando de la misma figura y hoy tienen una edad donde pueden defender sus ideas políticas.

Si bien el sentido del cambio es poco claro, turbado por incertidumbre en tanto las demandas no bregan por un objetivo claro y aún no sabemos cómo se desarrollarán los eventos, sí sabemos que parte de las reglas heredadas ya no son aceptadas y las manifestaciones marcan un punto de quiebre político.

Del pasado se aprende… o no

Desde el primer día de las movilizaciones, medios de comunicación de todo el mundo no se han resistido y han comparado los sucesos en Bielorrusia con lo ocurrido en Ucrania hace seis años. Sin embargo, ¿tienen parangón?

El Euromaidán de 2014, con sus consiguientes contraprotestas pro-rusas, responde a la contraposición ideológica doméstica que divide el territorio entre los que quieren acercarse a la Unión Europea y la OTAN, localizados en el centro y occidente de Ucrania y aquellos que defienden una profundización de lazos con el Kremlin, situados al sur y este de Kiev. Esta disputa interna se extrapola a nivel sistémico, donde las presiones ejercidas por Moscú y Bruselas agudizan el desequilibrio político local.

Ambos casos no son equiparables… pero la experiencia ucraniana debería servir como ejemplo para la élite política bielorrusa sobre qué sucede cuando se agota un modelo político.

Si bien las protestas se dispararon tras un hecho puntal (la negativa del entonces presidente Víktor Yanukóvich de firmar un acuerdo con la U.E.), el trasfondo se relaciona con un cambio en los valores imperantes de la sociedad ucraniana, la cual ansiaba cortar con la herencia política soviética y volcarse al modelo europeo de Estado de Derecho, libre mercado y democracia liberal. Por tanto, el Euromaidán se trató de una lucha por un cambio radical de las reglas de juego vulnerando la cotidianeidad hasta entonces conocida.

A diferencia de Bielorrusia, esto se plasmó en un conjunto de demandas bien definidas que buscaban un resultado político en particular. Causa de esta victoria es lo que podríamos llamar la madurez o capacidad de protesta, es decir, la efectiva capacidad de la sociedad para institucionalizar sus demandas y hacerlas cumplir. Recordemos que Ucrania tiene una  tradición en movilizaciones civiles, donde en comparación con la fallida Revolución Blanca contra el gobierno de Lukashenko, la Revolución Naranja logró deponer a Yanukóvich en 2004.

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Como queda demostrado, ambos casos no son equiparables. Empero, la experiencia ucraniana sí debería servir como ejemplo para la élite política bielorrusa sobre qué sucede cuando se agota un modelo político y, en vez de fomentar un traspaso pacífico de poder, se utiliza la fuerza para callar las voces civiles.

Intervenir o no intervenir, esa es la cuestión

Desde que comenzaron las manifestaciones luego de las elecciones del 9 de agosto, las respuestas internacionales han seguido los patrones tradicionales de intervención.

La Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa (OSCE) se ha ofrecido como mediadora entre el oficialismo y la oposición. Por su parte, la Unión Europea, si bien no suele desplegar tropas en el terreno, ha impuesto sanciones contra el gobierno de Lukashenko mientras acompaña discursivamente a los manifestantes brindando su apoyo al movimiento en pos de la democracia, no reconociendo los resultados electorales y exigiendo que se celebren nuevos comicios. Resulta interesante destacar que, si bien las sanciones son una estrategia asidua de la política europea, suelen imponerse sobre áreas o espacios estratégicos. Así, Siria, Irán, Ucrania, Rusia, China, Venezuela y ahora Bielorrusia han recibido sanciones, pero no sucedió así con Piñera en Chile, luego de que las protestas dejaran muchas más víctimas que en Minsk o con Jeanine Áñez en Bolivia tras tomar el poder.

Como antes Siria, Irán, Ucrania, Rusia, China y Venezuela, ahora Bielorrusia ha recibido sanciones de la UE. No así Piñera en Chile o  Jeanine Áñez en Bolivia, aún con más víctimas que en Minsk. 

La negativa China de tratar la cuestión bielorrusa en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas (CSNU) en tanto no representa una amenaza para la seguridad internacional, responde a la lógica de no intervención en asuntos domésticos, estandarte de la política de Pekín para los sucesos mundiales. Empero, todos los ojos están centrados en cómo reaccionará Moscú. Según Dmitri Trenin, Director del Carnegie Moscow Center, Rusia tiene cuatro posibles opciones de acción. La primera es intervenir militarmente para estabilizar la situación doméstica, escenario poco recomendado por las obvias consecuencias negativas. La segunda es dejar que Lukashenko caiga por su propio peso y esperar que el próximo presidente tenga en cuenta la histórica cercanía con Rusia, aunque es demasiado riesgoso. La tercera es apoyar a la élite y fortalecer aún más sus lazos, empero, convertiría a Rusia en cómplice de un régimen destinado a caer generando un sentimiento anti-ruso. La cuarta opción es convencer a Lukashenko de retirarse y lograr un traspaso de poder en Minsk mediante elecciones, fomentando una buena imagen de Moscú y asegurándose los lazos políticos. A pesar de estas recomendaciones, el Kremlin parece estar dirigiéndose hacia la tercera opción.

Independientemente de cómo se desarrollen los hechos, el proceso de cambio político bielorruso comenzó y muy difícilmente Lukashenko logre mantener el statu-quo que construyó durante 26 años. Resta ver quién lo sucederá en el poder y qué orientación política adoptará.

 

*Miembro de Café Internacional, emitido todos los jueves a las 20 hs por el Facebook Live de Conclusión (también por Twitter y disponible en YouTube, además de Radio Síntesis).