Keiko Fujimori podría terminar el domingo, a sus 41 años recién cumplidos, como la primera mujer en ser elegida presidente de Perú, sucediendo a su hoy encarcelado padre Alberto en el sillón que éste ocupó hace más de tres lustros.

El balotaje del 5 de junio dará la respuesta al reto emprendido por la hija mayor del ex presidente, que busca coronar una carrera política iniciada a los 19 años -cuando fue primera dama del gobierno de su progenitor- para limpiar el estigma que recae sobre su apellido.

Para ello, Keiko debe culminar la travesía del espeso bosque de espinas que desemboca en las urnas, que ha cruzado cargando la pesada herencia de corrupción y autoritarismo que significó el gobierno fujimorista entre 1990 y 2000.

Para los peruanos, el lado bueno de esa herencia es que Alberto Fujimori derrotó a la feroz guerrilla maoísta de Sendero Luminoso y a la hiperinflación de cuatro dígitos que le dejó su antecesor Alan García.

Pero ahora el padre de Keiko está preso y condenado desde 2009 a 25 años de cárcel como autor intelectual de dos matanzas con 25 víctimas, un niño entre ellas, ocurridas en el marco de la lucha antiterrorista en 1991 y 1992.

Impenetrable y fría, Keiko ha reconstruido su imagen pública buscando transmitir nuevos valores, como un espíritu democrático, en un intento de distanciarse de la imagen de autócrata de su padre, quien el 5 de abril de 1992 dio un autogolpe con el que cerró el Congreso y tomó el control de las instituciones del Estado reeligiéndose dos veces en la presidencia.

Para perpetuar la dinastía, Keiko debió vencer resistencias dentro del fujimorismo, un complejo rompecabezas conservador donde confluyen empresarios, tecnócratas del libre mercado y cuadros de clase media que sueñan con que Perú recupere con ella la senda de la seguridad ciudadana y perpetúe el crecimiento económico, cuya primera piedra colocó Alberto Fujimori en 1990.

 

Por Luis Jaime Cisneros