Enredados en una banda de tela y golpeándonos con un bastón. Así parecemos estar los argentinos en estos días. Pero – siempre hay un pero – deberíamos preguntarnos por qué sucede eso, y la verdad es que hay muchas cosas para decir.

En primer lugar, vale señalar que el hecho cierto y concreto es el paso de un gobierno constitucional que finaliza y otro que comienza; semejante acontecimiento deber ser celebrado, porque si no caeremos en el reiterado error de no valorar aquello que tenemos. ¿Cuántas veces por no guardar gratitud a las cosas que vida misma torna cotidianas, las descuidamos y ante la pérdida nos ponemos a añorarlas?

Por otra parte, y volviendo al hecho concreto, es casi un deber interpretar en toda su dimensión las idas y venidas ocasionadas por el traspaso de mando.

Si vamos a pensar que lo que se está discutiendo es sustancial porque está replicado hasta el infinito en todos los medios de comunicación, tal vez estemos descartando otra parte de la realidad, aún más importante. O lo que también ocurre habitualmente, que estemos viendo la realidad como si fuera con anteojos que tienen sus cristales esmerilados.

Y lo trascendente es el poder. De eso se trata.

El traspaso de mando tiene rango constitucional y está conformado por la toma del cargo, la jura y la firma del acta. Ahí es donde se formaliza el paso del poder de un gobierno a otro, pero la trifulca sin fin tuvo un condimento que no es efectivamente relevante a la hora de tomar decisiones, que no tiene jerarquía constitucional, pero sí guarda una carga simbólica.

Eso es la entrega de la banda y del bastón, un acto protocolar que en otro contexto no va más allá de lo reglamentario, pero que en las circunstancias que fue originándose y prosperando, el mismo cobró una dimensión simbólica con un solo objetivo: el de exhibir poder para después ejercerlo.

¿Pero es para tanto?, podría preguntarse más de uno. Tal vez sí, podría responder otro.

En estos tiempos audiovisuales, en los que muchas cosas van siendo expuestas como a plena luz del día, quienes disputan el poder han mejorado los métodos.

Como siempre, el ejemplo que lo aclara todo (según recomendaba Napoleón), puede verse en la propia historia: La llegada a América de los europeos se produjo en tiempos en los que para ejercer el poder, era indispensable que la conquista se ejerza físicamente sobre el territorio.

Carabelas en la playa, rodilla en tierra y espada clavada, eran los signos de lo que después serían las batallas cuerpo a cuerpo en las que a su fin dejaban heridos, muertos y fortunas apropiadas que se iban al viejo continente.

Más acá, ya en el siglo XX, las fuerzas armadas de los países colonialistas también hacían lo propio en aquellos lugares adonde iban a ejercer su poder para apropiarse de lo que necesitaban para satisfacer sus propios intereses. Y aún hoy ello sigue sucediendo en territorios físicos donde lo que se busca, por ejemplo, son las fuentes de energía como el petróleo.

Pero desde los ‘80 para acá, cuando las casas comenzaron a inundarse de televisores, las carabelas, las espadas, los fusiles, los grandes barcos y aviones y el ingreso de marines, dejaron de tener la preponderancia de otros tiempos.

La conquista, esta vez, dejaba de tener los territorios físicos como objetivos y comenzaba a ejercerse en el territorio mental, con armas  simbólicas que doblegan conciencias y animan la reproducción de la voluntad del conquistador por parte de los propios conquistados.

Entonces, la banda, el bastón, el Congreso, la Casa Rosada y todas las actividades que normalmente se hacen en un cambio de gobierno, comienzan a tener también la fuerza de las armas útiles y necesarias para dicha conquista del territorio mental, a través de las cuestiones simbólicas que representan y que sirven a intereses concretos.

Y mientras estamos distraídos en esas cuestiones, los especuladores de siempre ya aumentaron el trigo, la carne y varios productos de la canasta básica, sin que concentremos la atención en aquellos intereses que procuran quedarse con más de nuestro esfuerzo.