Por Ignacio Fidanza

La decadencia argentina no puede explicarse sin incluir a sus élites. El fracaso del mejor equipo de los últimos 50 años es apenas la formulación revanchista de un fenómeno más profundo y extendido que hoy se asombra del resurgimiento de Cristina Kirchner. Cuando las convicciones degeneran en odio, la irrupción de la realidad suele vivirse como una sorpresa desagradable.

La construcción de Cambiemos se apoyó desde el lado positivo sobre un imaginario de un proceso desarrollista y republicano, que sintetizara lo mejor del peronismo y el radicalismo. Visión de país y ética en el manejo de lo público. Pero tuvo también un componente de gorilismo visceral, que terminó prevaleciendo y es lo que explica el fracaso en la superación de la grieta que envenena a la Argentina.

Un fracaso que hoy el gobierno parece reconocer, tarde y mal, con la oportunista convocatoria a un «Acuerdo Nacional», que en su mecánica de contrato de adhesión a diez puntos de perezosa vacuidad, expone tanto una visión superficial de la política como la persistencia de una formación elitista, que lleva a creer que se nació para mandar, sin importar si se tiene las cualidades para hacerlo. Con un agravante: Si el acuerdo se busca con los que piensan como uno, ¿qué clase de acuerdo trascendente es ese?

Si los «choripaneros» conducidos por el irresistible aroma de la carne asada eran el lado oscuro del populismo kirchnerista, la insoportable levedad de la cultura del country son la peste de un gobierno que en demasiadas ocasiones se extravía entre la indolencia y el capricho.

La persistencia de las élites en el error como causa de su propia destrucción, es un fenómeno tan viejo como vigente. Steve Bannon tenía sobre su escritorio, cuando fungía como jefe de estrategia de la Casa Blanca de Trump, un libro que era una advertencia: «Los mejores y más brillantes» de David Halberstam. Un recorrido exhaustivo sobre el fracaso en Vietnam de ese mejor equipo de los últimos 50 años que acompañó a Kennedy a la Casa Blanca, esa elite elegante y agraciada, educada en las mejores universidades de la Ivy League, que mantuvo la ceguera incluso bajo el liderazgo del pragmático Lyndon B. Johnson.

Sería fascinante de observar -sino fuera que el costo es altísimo-, como los mejores y más brillantes de la Argentina han fracasado tanto en su estrategia de superación y reemplazo del kirchnerismo, como en la instrumentación de un programa de desarrollo de la esquiva potencialidad argentina.

La derrota es tan abarcativa que se extiende a todo el campo de batalla y solo la persistencia en el error del marco amplio de élites que acompañó a Macri, empezando por las mediáticas, explica que todavía no se haya explicitado en toda su profundidad.

El kirchnerismo desató una polarización con ese establishment, que reprodujo los peores modos del primer peronismo, donde la arrogancia que otorgó ser la fuerza que por primera vez «hacía algo en serio» por los excluidos, los llevó a una encerrona. Eso ya lo sabemos y ya se contó.

A lo que ahora estamos asistiendo es al fracaso del otro lado de ese engranaje que nos condena al atraso. El de esa elite que se impuso en el 2015, con una promesa de modernidad inclusiva y tolerante, que al final de su mandato no entregó ni una cosa ni la otra.

Lo notable es que a meses de una elección crucial, desde ambos lados surge el simulacro de la autocrítica. El acercamiento del kichnerismo a los mercados y la apertura al diálogo político del macrismo, como expresiones más rutilantes de ese paso de baile. Como si en el extremo, existiera la capacidad de entender lo que nos daña, pero por alguna razón atávica, una vez en el poder se extraviara.

Fuente: La Política Online