Foto: Leonardo Vincenti

Por Hernán Lascano*

Es común que cuando recrudecen los hechos de violencia altamente lesiva, en especial los homicidios, se interprete que estos eventos derivan de algo que el Estado está fatalmente dejando de hacer. Esa mirada tiene parte de razón. Pero le falta profundidad. Y eso provoca que las respuestas se demanden exclusivamente a los órganos de seguridad. Lo reclaman políticos, periodistas y entidades de la sociedad civil. Hasta lo hicieron jueces cuando fueron blanco de atentados.

Funcionarios de agencias penales cuentan dos novedosas secuencias de fenómenos sobre la violencia con armas en Rosario. Uno es que en estos días en un barrio de la zona sur de la ciudad disputan espacios con fiereza cuatro grupos de constitución muy reciente. Los integran chicos muy jóvenes a los que no se les vislumbran lazos con las bandas históricas de la zona cuyos líderes están presos. En un espacio urbano muy degradado los caracteriza el hecho de ser debutantes absolutos en las lides de la violencia con un ímpetu enorme en el uso de armas de fuego.

El otro fenómeno es el número sorprendente de balaceras que diariamente se concretan contra viviendas o en la vía pública en Rosario. Desde enero en la ciudad hubo dos mil hechos con arma de fuego. Este lunes hubo 17. El martes fueron 22. El récord se registró el 1º de mayo con 30. La modalidad se expande como resolución a cualquier conflicto. Desde un problema vecinal o sentimental, hasta para cerrar un búnker o amedrentar a un testigo.

El amplio despliegue urbano de estos hechos hace inviable evitarlos con prevención. El camino es la inteligencia criminal que detecte las pujas y les imponga seguimientos a sus actores, pero éstos son tantos que no hay recursos para todos los rastreos. Los casos no crecen repartidos de manera pareja en toda la ciudad, se concentran en especial en zonas con graves problemas de inclusión social. Y aquello que la sociedad no incorpora termina entrando a través del delito.

La violencia que cristaliza en balaceras u homicidios no solo supone un problema de seguridad. Es al mismo tiempo resultado de un proceso histórico y cultural complejo donde usar un arma no es solo es un medio de alcanzar un fin sino también una forma de ser y generar prestigio o respeto. Esta construcción social no se desmonta copando un barrio con uniformes. Ni subiendo una palanca como para resolver un problema eléctrico.

Revisando los cuatro asesinatos publicados ayer por este diario se advierte que todos implican a grupos de personas que se conocían. Dos tienen que ver directamente con el mundo del delito. Pero uno es el caso de un hombre que golpea a su suegro con un hierro en la cabeza y otro el de un cantor de folklore apuñalado por su novia. ¿Cómo se mete el Estado en una casa a prevenir esas peleas?

La ciudad en sombras

La geografía donde ese produce el 90 por ciento de los hechos de sangre en la ciudad es para la mayoría de los que no viven allí una zona de sombras. Sobre el final del año pasado el índice de pobreza en el Gran Rosario saltó hasta el 35 por ciento. En la región hay 460.890 pobres según el Indec. En un año, reporta la medición de 2019, 45.061 personas entraron en esa situación. La indigencia subió al 7,3 por ciento. Ese marco de alta expulsión es el motor de los hechos de violencia. Pero lo normal es esperar que toda esa desmesura la resuelva un ministro de Seguridad, se llame Rosúa, Cuenca, Pullaro o Saín. A pocos se les ocurre conectar la inseguridad con las condiciones de vida. Y pensar entonces que el desarrollo de auténticos ghettos de desempleo y miseria acaso modere la violencia epidémica que castiga, en su abrumadora mayoría, a gente muy castigada.

Es interesante ver cómo una recesión de tres años se está expresando en el respingo de la violencia. Las economías delictivas se resintieron del mismo modo que la economía formal. Un investigador que desgraba escuchas de narcomenudeo dice: «Si se vendían 100 lucas de merca ahora se venden 40. Antes se repartían 50 para cada uno y todos andaban bien. Ahora se tienen que repartir 40 y no alcanzan». La reducción del mercado empina las peleas en un contexto de abundancia de armas ilegales. Y en dominios donde la presión sobre los líderes presos modificó (no eliminó) la regulación que ejercían las bandas grandes.

El amateurismo de los políticos que se tiran con guarismos de violencia para sacarse ventajitas es una triste evidencia. Los opositores que no paraban de hablar de homicidios guardan silencio cuando pasan a ser gobierno. Los que sufrían desde allí muestran los números al pasar a la oposición.

Esa mezquindad irresponsable ahonda los malentendidos y posterga soluciones. Como resultado de un proceso prolongado, la violencia endurecida, que tiene ciclos que escapan a las lógicas económicas, solo se desarmará a largo plazo y con trabajos de agencias múltiples. Si el informe de la UCA proyecta una pobreza del 50 por ciento y si la violencia se concentra en las zonas degradadas habrá que ser más creativos y no exigir solo respuestas, que las deben, a las áreas de seguridad. Economía, Desarrollo Social, Infraestructura y Producción tienen tareas pendientes en esas zonas. Los que reaccionan por la inseguridad deberían también incluir a la desigualdad en el libro de quejas.

*Fuente: Diario La Capital.