Foto gentileza Najeeb Almahboobi / EFE. 2020.

 

Por Angel Molina

Al suroeste de la península arábiga se encuentra la República de Yemen, una tierra que, siglos atrás, supo ser el lugar más próspero y avanzado de la región cuando los romanos le dieron el nombre de Arabia Felix y reconocieron la importancia comercial y militar de su estratégica ubicación.  Las apetencias de los distintos imperios sobre este territorio deberían bastar para demostrar que Yemen no ha sido jamás una zona periférica de lo que Europa denominó “Oriente Medio”. Ubicada frente a las costas africanas, y siendo uno de los márgenes del estrecho de Bab ul-Mandib, su relevancia geoestratégica cobraría nuevas dimensiones con la creación del Canal de Suez (1869) primero, y la explotación petrolera a gran escala, después.

La historia reciente de este país árabe es igualmente rica en lecciones políticas. La comunidad zaydí (una rama del Islam shií) se hizo fuerte en el norte del territorio yemení ya en el siglo X y tuvo, hasta 1962, un rey que gobernó en nombre de esta tradición. El conflicto que en aquel año derivó en el derrocamiento de Muhammad al-Badr, Imam y Rey de Reino de Yemen, fue una muestra temprana de cómo este territorio podía convertirse en un escenario en el que otros actores regionales medirían sus fuerzas. Contrariamente a las visiones reduccionistas que interpretan las complejas dinámicas políticas en Oriente Medio sólo desde la variable religiosa o sectaria, el shií monarca yemení unió entonces sus fuerzas a las de la ultra-sunni monarquía saudí para enfrentar, sin éxito, a las fuerzas republicanas apoyadas por las tropas egipcias de Gamal Abdel Nasser. En el sur, mientras tanto, los británicos controlarían el territorio y los puertos más importantes hasta la independencia definitiva en 1967.

La desaparición del bloque soviético, y el consecuente reposicionamiento de los distintos actores regionales, favoreció el proceso de unificación yemení que se materializó en 1990, sin que la misma supusiera la superación de diferencias políticas, religiosas, demográficas y económicas entre ambas regiones. Ali Abdullah Saleh (Presidente de Yemen del Norte desde 1978, de origen zaydí) fue uno de los mayores promotores del proceso y se convertiría en el presidente del nuevo país.

Las raíces del caos

Como señalamos previamente al referirnos a los eventos de 1962, la pertenencia religiosa poco sirve para explicar las alianzas políticas en el escenario yemení. Saleh, que pertenecía a la comunidad zaydí, no dudó en buscar apoyo entre los militantes salafistas (muchos regresados de Afganistán) partidarios de un Estado islámico fuerte, para combatir a las fuerzas secesionistas del sur que se levantaron en la década del noventa. Esta alianza con el salafismo y la actitud complaciente ante su avance se materializó en los acuerdos que el gobierno alcanzó con  el partido islamista Islah que condujo, entre otras cosas, a la enmienda constitucional que  reconoció a la Sharia como fuente de legislación. Saleh, además, estrechó las relaciones de Yemen con Arabia Saudí en materia de seguridad, lo que se evidenció en las acciones que el gobierno llevó a cabo contra la población huzí (zaydíes del norte) utilizando como fuerza de choque a las milicias salafíes.

El asesinato en 2004 del líder huzí, Hussein Badreddin, aceleró la escalada bélica y puso al descubierto a los actores externos involucrados en el conflicto: las fuerzas conjuntas de Estados Unidos y Arabia Saudita lanzaron, con la anuencia del gobierno de Saleh, al menos veintiocho ataques aéreos contra las posiciones huzíes en 2009.

Al levantamiento de 2011, que derivó en la renuncia y posterior huida de Saleh a los Estados Unidos (previo paso por Arabia Saudí), el poder político respondió designando a Mansur al-Hadi (vicepresidente de Saleh desde 1994) como presidente, con el beneplácito de las monarquías árabes del Golfo Pérsico. Al–Hadi utilizó la excusa de la “lucha contra el terrorismo” para criminalizar a la oposición organizada en el Movimiento Ansarullah (dentro del cual se encuentran buena parte de los huzíes pero que incluye a otros sectores descontentos de la sociedad yemení) al que acusó de responder a los intereses de Irán. Al–Hadi procuró castigar económicamente a los huzíes mediante el recorte de subsidios y un reordenamiento regional que los privaría de la salida al mar; Ansarullah respondió ocupando militarmente la capital en lo que el gobierno calificó como un “golpe de estado”.

Un tablero pantanoso

Al-Hadi invocó la ayuda de su aliado del norte y Arabia Saudita actuó rápidamente encabezando una coalición militar que bloqueó e invadió el país en 2015, con el visto bueno de la Liga Árabe y el apoyo logístico y militar anglo-estadounidense. Hasta la fecha, la invasión ha dejado más de 230.000 muertes (casi la mitad son niños menores de cinco años),  más de 2.500.000 desplazados y un 83% de la población dependiente de la ayuda internacional para acceder a alimentos básicos. Ansarullah no sólo no ha sido derrotado sino que, contra todo pronóstico, ha recuperado algunas posiciones estratégicas.

Para Arabia Saudí, Yemen es un tablero donde se puede decidir, incluso, el futuro del sucesor al trono, Mohammad Ibn Salmán, quien, como Ministro de Defensa, emprendió una política agresiva para expandir la hegemonía saudí en la región, interviniendo en escenarios como Siria y Egipto. El resultado negativo de su aventura en el territorio sirio dejó a Ibn Salmán en una posición delicada a la hora de evaluar una retirada saudí de Yemen. Mientras los huzíes consideran una victoria en sí misma el haber resistido el embate de la coalición todos estos años, los saudíes presumen el haber consolidado su control sobre las zonas petrolíferas más ricas (Marib, Al-Jawf, Shabwa y Hadhramaut) y los puntos estratégicos más importantes en términos militares y comerciales (los puertos de Al Moja y Al Joja, y las islas de Socotra y Barim).

A pesar de la escasa presencia del conflicto yemení en los medios de comunicación y el generalizado desconocimiento sobre su historia política, lo que suceda en este país árabe tendrá repercusiones que van a trascender ampliamente el ámbito regional. Controlar Yemen supone, por un lado, disponer de reservas de petróleo superiores a las de todos los países del Golfo Pérsico y, por el otro, controlar mediante el estrecho de Bab ul-Mandib el paso obligado de cuatro millones de barriles de petróleo diarios.

Para dimensionar el valor de los recursos y la posición geográfica yemení, basta con revisar las bases militares que se encuentran en Djibuti, país aliado de Arabia Saudí que controla la costa africana del Bab ul-Mandib (distante a apenas 29 kilómetros de Yemen), y que alberga a fuerzas, francesas, estadounidenses, chinas, italianas y japonesas.

La virulencia con la que actores externos se disputan el territorio yemení y la permisiva actitud de los organismos internacionales frente a las acciones de la coalición encabezada por Arabia Saudí, nos obliga a analizar con mayor profundidad el conflicto actual y sus implicancias, visibilizando los intereses de las grandes potencias en una región al menos tan importante, en términos geoestratégicos,  como el Canal de Suez o el estrecho de Ormuz.